Sunday, October 16, 2016

Cambia, todo cambia ¿dónde?





“Sr. Presidente, no se contagie de Pejismo al hablar de seguro popular, más gasto social, ayudas para las gentes de tercera edad, pues acuérdese que los burócratas no conocen el estado de pérdidas y ganancias.”
RICARDO VALENZUELA
Al inicio de la década de los años 70, mi buen amigo Ernesto Yberri y yo, recién desempacados del Tecnológico de Monterrey, anclábamos en la ciudad de México para debutar profesionalmente. Un poco antes del arribo, estacionábamos el auto para gozar de la panorámica del Valle de México y, después de unos minutos de contemplación, Yberri, con su fina y conocida delicadeza, me señala unos campesinos arando la tierra cuando me dice: “Mira, los pinchesgringos llegando a la luna y nosotros sembrando con arados de madera y bueyes esqueléticos.”


Continuamos el camino reforzando nuestro convencimiento de que México, en unos cuantos años, estaría rivalizando en avances económicos y científicos a los EU, de la misma forma que Japón en esos años, ya lo había iniciado. Han pasado más de 30 años, seis presidentes mexicanos y ocho gringos, e Yberri y yo seguimos esperando ese momento del cambio que nos permita, ya de perdida, comprar arados de metal y unas mulas zacateadas.


Han pasado más de 30 años y sucedido tantas cosas pero, como en el palo encebado, el gran cambio continúa evadiéndonos. En estos tres décadas, el PIB mundial casi se ha cuadriplicado, se desintegró la URSS, China se ha convertido al capitalismo, la población del mundo se duplicó, el planeta se hizo pequeño y cibernético, la computadora y el celular han tomado ya el control de nuestras vidas. Pero Fidel Castro, desde su cama y moribundo, continua oprimiendo a Cuba y nosotros… seguimos sembrando con arados de madera y bueyes esqueléticos.

Monumental tarea le espera al presidente Calderón cuando, ya alguna gente vaticina el siguiente Apocalipsis mexicano que se adorna con el número 10. Lo tuvimos en 1810, luego en 1910 y ya anuncian el del 2010. El presidente insiste en la tarea de su gobierno para combatir la pobreza la cual, a mí me arrullara mejor si bautizáramos el esfuerzo como “promoción para la masiva creación de riqueza.” Pero lo preocupante es que cuando el presidente hace el anuncio, en el corral se miran el arado de madera corroída y unos bueyes ruinos que ya no pueden caminar.

Uno de los adagios en el inventario del sentido común, es aquel que reza: “Si le das al hombre un pez, lo alimentarás por un día, pero si lo enseñas a pescar, lo alimentarás de por vida.” Ahora debemos agregar, sí el hombre se da al invento de nuevos métodos de pesca, a establecer granjas de peces, a identificar nuevos mercados y canales de venta, logra un mejor producto a través de ingeniería genética, se podrá entonces alimentar a millones de seres humanos porque esas ideas pueden ser repetidas por todo el mundo. Y, por supuesto, en el proceso, esas inversiones lo pueden hacer obscenamente rico.

Nuevas ideas mucho más que ahorro, inversión o educación, son los secretos hacia la prosperidad, la creación de fortunas privadas y, como consecuencia, la riqueza de las naciones cuando viajan a gran velocidad hacia ese verdadero crecimiento económico, con incalculables beneficios para todos. Estos conceptos habían permanecido en la trastienda por siglos, y ahí mismo se ubican las reglas rigen este deporte y se resumen en pocas palabras; libertad, ambición, estado de derecho y la política.

Sin embargo, no fue hasta 1990 cuando un joven economista, Paul Romer, después de muchas generaciones que la ignoraran, publicara un nuevo modelo para el desarrollo que le daría vida a la economía del conocimiento. El primer párrafo de la publicación devela el contenido de su poderoso argumento al afirmar: “La gran distinción que etiqueta a la tecnología, es que se trata de un ingrediente especial en el proceso. No es un bien convencional, tampoco uno que se pueda considerar público, es un bien que no rivaliza con otros (per say), excluible y, muy seguido, mostrenco.”

Este párrafo, inició un profundo reacomodo conceptual en la ciencia económica argumentando la distinción entre productos públicos—los que proveen los gobiernos—y privados—proveídos por los participantes en el mercado—y así emergía con su intrigante teoría conocida como “La nueva teoría del crecimiento.” Romer cimbraba la tradición al hablar de bienes rivales y no rivales—distinguiendo entre bienes sobre los que se puede establecer posesión absoluta, y aquellos que se pueden escribir y archivar en una computadora para ser compartidos con mucha gente (escrituras sagradas, el lenguaje, el cálculo matemático). La mayoría de ellos caen un poco en ambas, pero en medio de los dos extremos nos encontramos con millones de interesantes posibilidades.

Las viejas teorías nos afirmaban que economía es la satisfacción de crecientes necesidades asignando recursos escasos. Pero Romer reviraba: “Estamos en este planeta y tenemos objetos, pero también tenemos gente con ideas. Entonces, ese mundo apocalíptico solo existe en la mente de sus promotores.” Se tiraba luego a la yugular de Keynes cuando éste afirmara “el capitalismo se extinguía para dar campo a comunidades de egolatrismo.” Para Romer, el mundo es un estadio cuajado de ilimitadas oportunidades donde nuevas ideas engendran nuevos productos, mercados y posibilidades para la creación de riqueza. Según Romer, el progreso sólo se limita por dos causas: Pueblos sufriendo constipación de ideas, o, los gobiernos intrusos.  

De forma similar que la revolución industrial creaba los mártires del campo para arroparlos con subsidios y demás tratamientos artificiales, la nueva teoría del crecimiento nos muestra cómo la tecnología invade el área económica para, a base de la explosión en la productividad, proceder la creación de riqueza. Ello le da al concepto de valor una nueva dimensión, la que nadie parece entender, en especial cuando el PIB aceleradamente crece, más no el empleo.

Romer ha provocado la alteración de los factores de producción cuando el viejo trío de tierra, trabajo y capital, lo modifica a gente, ideas y resultados. Con claridad nos muestra la diferencia entre ganar dinero y crear valor, lo que en México no necesariamente se relacionan, entre crear empleos y crear riqueza y prosperidad.

Entonces, Sr. Presidente, no se contagie de Pejismo al hablar de seguro popular, más gasto social, ayudas para las gentes de tercera edad, pues acuérdese que los burócratas no conocen el estado de pérdidas y ganancias. Primero veamos de donde va a salir, para no tener que responder como el viejo de Caborcacuando pedía al gobernador le construyeran una presa, y éste le pregunta ¿De donde?; “Ahi del manoteyo” revira.

Llevando a cabo una difícil conciliación entre lo público y privado, Romer

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