CARTA DE ALVARO OBREGÓN A SU HIJO.
MI QUERIDO HIJO HUMBERTO:
Este día reviste gran trascendencia en tu vida, porque él marca la fecha en que cumples veintiún años, produciendo ese acontecimiento la transición de mayor importancia de la vida del hombre:
Hoy asumes, por ministerio de la Ley el honroso título de ciudadano y por ministerio de la Ley también, te substraes a la patria potestad que a tu padre ponía en posesión de la dirección de tus actos; asumes por lo mismo, toda la responsabilidad de tu futuro, sin que esto signifique, por supuesto, que yo me considere relevado de la constante obligación que los padres tenemos para aconsejar y apoyar a nuestros hijos. Y he querido con motivo de esta fecha darte algunos consejos, derivados de los conocimientos adquiridos con mi experiencia y con el conocimiento del corazón humano que la intensidad de mi vida me ha permitido adquirir y el privilegio que del Destino he recibido al permitirme actuar en todas las escalas sociales que integran la familia humana.
No pretendo incurrir en el error, tan común en los padres, de querer transmitir su propia experiencia a los hijos. Si la juventud es tan hermosa, lo es precisamente porque carece de esa experiencia. La experiencia no es sino el resumen de todas las rectificaciones que el tiempo al transcurrir viene haciendo del bello concepto que de la vida y de nuestros semejantes nos formamos desde que entramos en posesión de nuestras propias facultades.
Lo primero que necesitan los hombres para orientar sus actividades en la vida para protegerse y defenderse contra las circunstancias que les son adversas y que por causas ajenas a su voluntad convergen sobre su personalidad, es clasificarse. Clasificarse ha sido uno de los problemas cuyo alcance con muy pocos los que saben comprender; tú debes por lo tanto, empezar por hacerlo y voy a auxiliarte con mi experiencia.
Tú perteneces a esa familia de ineptos que la integran, con muy raras excepciones, los hijos de personas que han alcanzado posiciones más o menos elevadas, que se acostumbran desde su niñez a recibir toda clase de atenciones y agasajos y a tener muchas cosas que los demás niños no tienen y que van por esto perdiendo asimismo la noción de las grandes verdades de la vida y penetrando en un mundo que lo ofrece todo sin exigir nada; creándoles, además, una impresión de superioridad que llega a hacerlos creer que sus propias condiciones son las que lo hacen acreedores de esa posición privilegiada.
Los que nacen, y crecen bajo el amparo de posiciones elevadas, están condenados por una ley fatal a mirar siempre hacia abajo, porque sienten que todo lo que les rodea está más abajo del sitio en que a ellos los han colocado los azares del destino y cualquier objetivo que elijan como una idealidad de sus actividades, tienen que ser inferior al plano en que ellos se encuentran.
En cambio, los que descienden de las clases humildes y se desarrollan en ese ambiente de modestia máxima, están destinados, felizmente, a mirar siempre para arriba, porque todo el panorama que les rodea es superior al medio en que ellos actúan, lo mismo en el panorama de sus ojos que en el panorama de su espíritu y todos los objetivos de su idealidad tienen que buscarlos sobre planos siempre ascendentes.
Y en ese constante esfuerzo por liberarse de la posición desventajosa en que las contingencias de la vida los han colocado, fortalecen su carácter y apuran su ingenio y logran en muchos casos adquirir una preparación que les permita seguir una trayectoria siempre ascendente. El ingenio, que no es una ciencia y que no se puede aprender, por lo tanto, en ningún centro de educación, significa el mejor aliado en las luchas por la vida y sólo pueden adquirirlo los que han sido forzados por su propio destino a encontrarlo en el constante esfuerzo de sus propias facultades.
El ingenio no es patrimonio de los niños o jóvenes que no han realizado ningún esfuerzo para adquirir lo que necesitan; el valor de las cosas lo determina el esfuerzo que se realiza para adquirirlas y cuando todo puede obtenerse sin realizar ninguno, se pierde la noción de lo que el esfuerzo vale y se ignora el importante papel que éste desempeña en la resolución de los problemas de la vida, y el tiempo que nos sobra nos aleja de la virtud y nos acerca al vicio. Y este es otro factor negativo para los que nacen al amparo de posiciones ventajosas.
Todos los padres generalmente recomiendan a sus hijos huir de los vicios. Yo he creído siempre que existe uno solo que se llama “exceso” y que de este deben todos los hombres tratar de liberarse. Yo conozco casos de muchas personas que de la virtud hacen un vicio cuando se han excedido al practicarla. Procura siempre no incurrir en ningún exceso y nadie podrá decir que tengas un solo vicio.
El objetivo de todo hombre que se inicia en la lucha por la vida, debe encaminarse a obtener todo aquello que le es indispensable para la satisfacción de sus propias necesidades. Obtener lo indispensable y hasta lo necesario resulta relativamente fácil para un hombre honesto que no practica ningún exceso que le reste su tiempo y le mengüe los ingresos de su trabajo.
Cualquier esfuerzo encaminado a realizar estos propósitos estará justificado y es siempre reconocido por nuestros semejantes, pero si se incurre en el error, tan común desgraciadamente, de caer bajo la influencia de lo superfluo, todo sacrificio resultará estéril, porque el mundo de lo superfluo es infinito; no reconoce límites y son mayores sus exigencias mientras mayor satisfacción se pretenda darle. Es lo superfluo el más grande enemigo de la familia humana y a este imperio de la vanidad se ha sacrificado mucho el bienestar y de la tranquilidad que los hombres disfrutarían si a sus imperativos hubieran logrado substraerse, y se ha perdido mucho del honor que en holocausto a lo superfluo se ha sacrificado.
De todas estas verdades solamente pueden liberarse los que, teniendo espíritu superior, llegan a constituir las excepciones de las reglas que siempre se refieren a los casos normales; y si tú logras constituir una de estas excepciones, tendrás que aceptar que has sido un privilegiado del Destino, logrando así para honor tuyo y satisfacción de tu padre, librarte de los precedentes establecidos y podrás crearte una personalidad propia, cuyos méritos lograrás sin esfuerzo que todos reconozcan.
Estos son los deseos de tu padre y los serían también de tu madre si ella el destino no la hubiera privado de la infinita ventura que una madre debe experimentar cuando su hijo primogénito llega a su mayor edad, sin haberles dado a sus padres un motivo de rubor o de pesar, como es el caso tuyo.
Firmado
ALVARO OBREGÓN.
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