“El cóctel resultante de la Revolución Industrial y la emergencia de ese nuevo país que tanto intrigara a Tocqueville en 1810, le daba vida a la primera zona de libertad económica de la historia moderna: EE.UU.”
RICARDO VALENZUELA
El cóctel resultante de la Revolución Industrial y la emergencia de ese nuevo país que tanto intrigara a Tocqueville en 1810, le daba vida a la primera zona de libertad económica de la historia moderna: EE.UU.
Tocqueville reportaba haber arribado a un país ausente de realeza, sin aristócratas, sin caudillos militares, sin políticos profesionales, con religiones que convivían. Un país con una vibrante sociedad civil organizada en cientos de asociaciones, con un gobierno acotado, pequeño y controlado por un sistema republicano. Describía la nueva Republica Comercial de los EE.UU. pronosticando una corta metamorfosis que lo convertiría, en unos cuantos años, en una gran potencia mundial.
Pero los monarcas de Europa observaban el experimento como un mal ejemplo amenazando el poder de sus coronas. Acudían a los resultados de la Revolución Francesa que, al abortar, abriera avenida a la barbarie de los jacobinos. Los franceses nunca descifraron el grave error cometido cuando las masas, ya en control, decretaban “igualdad igualitaria,” mientras que los revolucionarios americanos la definían con sabiduría: “igualdad ante la ley.”
América Latina lograba su independencia de España pero, como preciado tesoro, mantenía sus estructuras económicas y políticas enemigas de la libertad: Mercantilismo y Autocracia. El nuevo estado tomaba control de vida y futuro de los ciudadanos.
La lucha del hombre por su libertad frente a los opresivos gobiernos, estaba lejos de fallecer. La primera fisura en el mapa del nuevo país americano, aparecía cuando su gobierno federal iniciara la concentración de poder arrebatándosela a los estados libres y autónomos. Esa confrontación provocaba la guerra civil que, además de su devastación, iniciaba lentamente la muerte del sueño Jeffersoniano: “Predigo a mis compatriotas un futuro de felicidad, pero solo si evitan el gobierno les arrebate el fruto de su trabajo prometiendo bienestar social.”
A pesar de tal tropiezo, la libertad se fortalecía en los EE.UU. y en gran parte de Europa en donde sus monarcas, ante la aparición de Karl Marx, abrazaban el liberalismo para crear gran riqueza y prosperidad durante la segunda parte del siglo XIX. Pero la realeza europea seguía considerando a Norte América una región de barbarie en la cual, ese libertinaje engendraba una sociedad rijosa, aventurera, inculta y con demasiados aspirantes a la riqueza.
En 1879 el filósofo Henry James definía a los EE.UU.: “Con gran facilidad se pueden enumerar los perfiles de civilización ausentes en América: No tienen soberano ni realeza, no hay aristócratas, no hay iglesia ni religiosos, no tienen diplomacia, no existen los caballeros, ni palacios o castillos, no existen las viejas casas de campo, no existen las grandes universidades, no hay literatura, ni museos, arte, no existe la sociedad política.” Sin embargo, esa era la grandeza del nuevo país, no era reflejo de la decadente Europa.
Hacia finales del siglo XIX los EE.UU. portaban un gobierno cuya función no era promover la democracia del mercado, sino facilitarla, acelerarla removiendo todos los obstáculos que se presentaran. Era sólo permitir que el buque del estado avanzara impulsado por esa poderosa corriente de innovación que provoca la libertad, evitando las corrientes que lo hicieran encallar. Los pánicos y recesiones había que vivirlos, sufrirlos y soportarlos pero, como afirmara Carnegie, se podían convertir en bendiciones para los inteligentes, responsables y creativos.
Pero todos esos principios se empezaban a abandonar. En 1888, Cleveland pierde la presidencia de los EE.UU. ante Benjamin Harrison abriendo espacio para el Republicanismo proteccionista. Con el nacimiento del McKiney Tariff Act, los EE.UU. iniciaban su retirada del libre comercio para bañarse del mercantilismo ya enraizado en América Latina.
En las últimas décadas del siglo XIX, Europa sufría ya la avalancha de socialismo que invadía los sindicatos. En los EE.UU. para 1896 el partido Demócrata, cuna de Jefferson, archivaba sus raíces libertarias para abrazar el populismo de William Jennings Bryan. Muchas de esas políticas populistas eran adoptadas por ambos partidos y así, líderes sindicales, la izquierda y los progresistas, establecían un poderoso marco ideológico en el escenario americano que afectaría al mundo entero.
Arribaba el siglo XX y en 1913 sucederían dos eventos que esculpirían el futuro del mundo. En una desconocida isla de la costa de Alabama, se reunían los banqueros más prominentes de la época con un grave propósito: Tomar control de los mercados financieros del mundo cuando le daban vida al Fondo de la Reserva Federal (FED), el banco central de los EE.UU. Los norteamericanos elegían presidente a un desconocido profesor, Woodrow Wilson, padre del estatismo moderno que introdujera a los estadounidenses al agigantado, intruso y “benevolente gobierno.”
Para completar el sazonado del platillo, explotaban las revoluciones rusa y mexicana con los tintes y resultados que ahora conocemos. La mexicana iniciaba fruto del idealismo para terminar atascada en socialismo. La rusa se presentaba con nítida claridad producto de la enferma mente de un genio loco, alcohólico, alérgico al aseo personal y que no generara un solo centavo de ingreso personal durante toda su vida: Karl Marx. La primera encadenaría nuestro país durante más de 70 años a merced de los herederos de Calles. La segunda aprisionaría dos terceras partes de la humanidad con cadenas que aun no permiten su liberación, y dejaran visibles cicatrices en gran parte del mundo.
En ese ambiente Wilson iniciaba el sueño de la vieja intelligentsia para construir un corpulento gobierno federal con enormes poderes para intervenir supuestamente a favor de los menos favorecidos. Disfrazándolo con arreos de caballero medieval, ofrecía rescatar a los pobres repeliendo los horribles dragones que representaban la riqueza privada. Nacía el estatismo acompañado de la demagogia. La noción de un sector público—lo bueno debe expandirse—en oposición al sector privado—lo malo se debe vigilar y controlar.
Al final de su vida Jefferson había hecho dos advertencias al pueblo norteamericano: “No se dejen seducir por ese engañoso elixir de la democracia, porque entonces el país puede caer bajo el control de la plebecracia. En los siguientes cien años Europa se verá sumergida en sangrientas guerras, los EE.UU. no deberán de intervenir puesto que, cuando los cañones callan y se dispersa el humo de la batalla, emerge un estado fortalecido y una libertad acotada.”
Pero Wilson era un hombre agresivo y ya lo había demostrado cuando invadiera México en dos ocasiones. La primera en 1914 y después en 1916 en busca de Pancho Villa. Lo demostraba de nuevo cuando, después de asegurar lo contrario, involucraba al país en la primera guerra mundial preludio de lo que sería la nueva cara del estado: Un ente agigantado y beligerante exprimiendo al ciudadano para financiar sus aventuras coartando su libertad.
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