“América Latina, al igual que el Imperio Romano hace 1,600 años, aplica el freno a lo único que algún día la pueda rescatar de su vergonzosa pobreza: la libertad, la responsabilidad individual, una saludable sociedad civil y el sagrado respeto a los derechos de propiedad.”
“Nada te han enseñado los años, siempre caes en los mismos errores, otra vez a brindar con extraños, y otra vez con mismos dolores.”
José Alfredo Jiménez
RICARDO VALENZUELA
El Imperio Romano es una de las piezas más reveladoras en los anales de la historia. Fue ahí donde por primera vez el hombre saboreara los frutos de las pioneras lecciones políticas en democracia parlamentaria, nos dio los filosóficos que moldearían el mundo a la posteridad, los grandes arquitectos y artistas, nos dio también el Cristianismo. Extendiéndose en todo el oeste de Europa, incluyendo Inglaterra e Irlanda, toda la rivera del Mediterráneo hasta Egipto y Persia, su esplendor iluminaría al mundo durante mil años.
El Imperio gestaría también los primeros conceptos jurídicos y políticos de corte liberal que se plasmaron en su Derecho Romano, y serían poderosas influencias en la edificación de instituciones del futuro. El Derecho Romano se desarrolló en los últimos siglos antes de Cristo enmarcando con nítida claridad la protección a la propiedad privada, libertad de comerciar y contratar, ideas inusitadas en su tiempo. Aun cuando el Imperio se desintegrara entre los siglos IV y V, su legado liberal persistió representado por sus obras magnas: El Código Theodiosano en el oeste, y el Corpus Juris Civilis promulgado en el este por el Emperador Bizantino Justiniano.
Con la venida de Jesucristo se inició la época de cambios tal vez más dramática, pero también más confusa de la historia. Aparentemente, sin entender su mensaje, se agredían los incipientes principios liberales siendo que él arribaba para a ello; liberar al hombre. A su muerte las actitudes del nuevo cristianismo se volcaron agresivamente en contra de los conceptos de creación de riqueza, en todas expresiones y representaciones. El libro de Eclesiasticus es una oda en contra de la generación de ganancias y el éxito en los negocios. Nos encontramos luego como carta de presentación con la famosa afirmación de San Pablo: “El amor al dinero es la raíz de todo los diabólico”.
Los fundadores de la nueva iglesia, desde su inicio se pronunciaron en contra de las actividades mercantiles al definirlas como la representación de la avaricia, acompañada por fraude y el engaño. A la cabeza de ese feroz ataque marchaba Tertulliano, prominente abogado convertido al cristianismo. Años después San Jerome se sumaba a esa carga frontal agrediendo a los negociantes, comerciantes y por primera vez se hablaba de la suma cero, tan popular hoy día entre los socialistas: “Cuando alguien gana, lo hace a expensas de la pérdida de otro.” La riqueza era estática y la invitación al infierno se iniciaba la edificación de un mundo místico y de pobreza.
La totalidad del Imperio Romano abrazaría el Cristianismo con la conversión del Emperador Constantino en el siglo IV, para luego derrumbarse en año 400 con el saqueo de Roma y naciera así el esquema económico-político que dominaría al mundo durante los siguientes más de 1,200 años; la Monarquía absoluta. En esos momentos explotaba un debate que aún persiste; el papel y la responsabilidad del Cristianismo en la debacle de la civilización más avanzada de la historia. Ha sido de tal magnitud, que San Agustín siglos después saltara al centro del mismo con su obra “La Ciudad de Dios” para tratar de exculparlo.
Sin embargo, es un hecho el que a partir de este acontecimiento la riqueza mundial permanecería estática y se desarrollaba la miope idea de que la única forma de adquirirla era heredándola, arrebatándola, conquistándola, y solamente los nobles, quienes consideraban el trabajo como una ofensa, tendrían acceso a ella condenando al resto de la humanidad a la pobreza. Sería hasta el siglo XVIII cuando los pensadores liberales ingleses y escoceses derrumbaran esas barreras. Pero ya el mundo había perdido más de 1000 años en ese laberinto de confusión antes de que esas nuevas ideas provocaran la Revolución Industrial, y naciera el concepto de creación de riqueza.
Retomando los ideales liberales del Derecho Romano y el nuevo liberalismo de Locke, Smith, Mill, surgía en el Siglo XIX el modelo que nos haría recordar las glorias del imperio Romano: Los Estados Unidos de América. Al mismo tiempo nacían los países de América Latina al independizarse de España, más no de sus esquemas autócratas en lo político y del rentismo mercantilista en lo económico. Nos emancipamos de España para ser libres, pero nuestra ineptitud para gobernarnos con sentido común, nos empobreció tanto que nuestra adquirida libertad se volvió caricatura; una forma más sutil de servidumbre que nuestra antigua condición colonial.
En los siguientes 150 años los EU se convertirían en la nueva potencia mundial al ritmo que América Latina se hundiera en el subdesarrollo y la pobreza. En la década de los 90, después de casi 200 años de transitar por ese laberinto de sangre, confusión y errores, fue que un rayo de luz tenuemente iluminaba la región cuando se iniciaran las reformas “Neoliberales.” Pero ellas, además de cargar con todos los tumores colaterales que de inicio las contaminaban, carecieron de algo que Vargas Llosa había previsto cuando escribió: “Reformas tan profundas como las que América Latina requiere, no serán posibles ni durables o efectivas si no las acompaña, o precede, una reforma de costumbres, de las ideas, de ese complejo sistema que llamamos cultura.”
Las reformas en nuestra región se “intentaron” irresponsablemente, a medias, con tibieza y fallaron como si esa fuera la intención. En este nuevo milenio en el cual chinos y rusos ya entendieron que alguien tiene que crear riqueza y no es el Estado, en América Latina regresamos al mismo punto de partida. Maduro en Venezuela, Fernández en Argentina, Correa en Ecuador, el gorila de Bolivia, Evo Morales y un Peña apuntando hacia lo mismo, nos señalan una clara tendencia de la región de regresar al punto de partida y como afirmaba José Alfredo Jiménez; “nada te han enseñado los años.” Las reformas se convirtieron en eso; una caricatura de la libertad similar a la obtenida en nuestras independencias.
América Latina, al igual que el Imperio Romano hace 1,600 años, aplica el freno a lo único que algún día la pueda rescatar de su vergonzosa pobreza: la libertad, la responsabilidad individual, una saludable sociedad civil y el sagrado respeto a los derechos de propiedad. Desgraciadamente veo la tendencia irreversible—cuando menos por ahora—y el Continente regresa al punto de origen y fuente de toda su problemática. Por desgracia igual puedo visualizar la pérdida de otro siglo al igual que se perdieron los casi 200 años desde nuestras independencias, en esa urgencia patológica que tenemos los latinoamericanos de acudir al altar político para venerar la creación más inepta y corrupta del hombre; El Estado.
José Alfredo Jiménez
RICARDO VALENZUELA
El Imperio Romano es una de las piezas más reveladoras en los anales de la historia. Fue ahí donde por primera vez el hombre saboreara los frutos de las pioneras lecciones políticas en democracia parlamentaria, nos dio los filosóficos que moldearían el mundo a la posteridad, los grandes arquitectos y artistas, nos dio también el Cristianismo. Extendiéndose en todo el oeste de Europa, incluyendo Inglaterra e Irlanda, toda la rivera del Mediterráneo hasta Egipto y Persia, su esplendor iluminaría al mundo durante mil años.
El Imperio gestaría también los primeros conceptos jurídicos y políticos de corte liberal que se plasmaron en su Derecho Romano, y serían poderosas influencias en la edificación de instituciones del futuro. El Derecho Romano se desarrolló en los últimos siglos antes de Cristo enmarcando con nítida claridad la protección a la propiedad privada, libertad de comerciar y contratar, ideas inusitadas en su tiempo. Aun cuando el Imperio se desintegrara entre los siglos IV y V, su legado liberal persistió representado por sus obras magnas: El Código Theodiosano en el oeste, y el Corpus Juris Civilis promulgado en el este por el Emperador Bizantino Justiniano.
Con la venida de Jesucristo se inició la época de cambios tal vez más dramática, pero también más confusa de la historia. Aparentemente, sin entender su mensaje, se agredían los incipientes principios liberales siendo que él arribaba para a ello; liberar al hombre. A su muerte las actitudes del nuevo cristianismo se volcaron agresivamente en contra de los conceptos de creación de riqueza, en todas expresiones y representaciones. El libro de Eclesiasticus es una oda en contra de la generación de ganancias y el éxito en los negocios. Nos encontramos luego como carta de presentación con la famosa afirmación de San Pablo: “El amor al dinero es la raíz de todo los diabólico”.
Los fundadores de la nueva iglesia, desde su inicio se pronunciaron en contra de las actividades mercantiles al definirlas como la representación de la avaricia, acompañada por fraude y el engaño. A la cabeza de ese feroz ataque marchaba Tertulliano, prominente abogado convertido al cristianismo. Años después San Jerome se sumaba a esa carga frontal agrediendo a los negociantes, comerciantes y por primera vez se hablaba de la suma cero, tan popular hoy día entre los socialistas: “Cuando alguien gana, lo hace a expensas de la pérdida de otro.” La riqueza era estática y la invitación al infierno se iniciaba la edificación de un mundo místico y de pobreza.
La totalidad del Imperio Romano abrazaría el Cristianismo con la conversión del Emperador Constantino en el siglo IV, para luego derrumbarse en año 400 con el saqueo de Roma y naciera así el esquema económico-político que dominaría al mundo durante los siguientes más de 1,200 años; la Monarquía absoluta. En esos momentos explotaba un debate que aún persiste; el papel y la responsabilidad del Cristianismo en la debacle de la civilización más avanzada de la historia. Ha sido de tal magnitud, que San Agustín siglos después saltara al centro del mismo con su obra “La Ciudad de Dios” para tratar de exculparlo.
Sin embargo, es un hecho el que a partir de este acontecimiento la riqueza mundial permanecería estática y se desarrollaba la miope idea de que la única forma de adquirirla era heredándola, arrebatándola, conquistándola, y solamente los nobles, quienes consideraban el trabajo como una ofensa, tendrían acceso a ella condenando al resto de la humanidad a la pobreza. Sería hasta el siglo XVIII cuando los pensadores liberales ingleses y escoceses derrumbaran esas barreras. Pero ya el mundo había perdido más de 1000 años en ese laberinto de confusión antes de que esas nuevas ideas provocaran la Revolución Industrial, y naciera el concepto de creación de riqueza.
Retomando los ideales liberales del Derecho Romano y el nuevo liberalismo de Locke, Smith, Mill, surgía en el Siglo XIX el modelo que nos haría recordar las glorias del imperio Romano: Los Estados Unidos de América. Al mismo tiempo nacían los países de América Latina al independizarse de España, más no de sus esquemas autócratas en lo político y del rentismo mercantilista en lo económico. Nos emancipamos de España para ser libres, pero nuestra ineptitud para gobernarnos con sentido común, nos empobreció tanto que nuestra adquirida libertad se volvió caricatura; una forma más sutil de servidumbre que nuestra antigua condición colonial.
En los siguientes 150 años los EU se convertirían en la nueva potencia mundial al ritmo que América Latina se hundiera en el subdesarrollo y la pobreza. En la década de los 90, después de casi 200 años de transitar por ese laberinto de sangre, confusión y errores, fue que un rayo de luz tenuemente iluminaba la región cuando se iniciaran las reformas “Neoliberales.” Pero ellas, además de cargar con todos los tumores colaterales que de inicio las contaminaban, carecieron de algo que Vargas Llosa había previsto cuando escribió: “Reformas tan profundas como las que América Latina requiere, no serán posibles ni durables o efectivas si no las acompaña, o precede, una reforma de costumbres, de las ideas, de ese complejo sistema que llamamos cultura.”
Las reformas en nuestra región se “intentaron” irresponsablemente, a medias, con tibieza y fallaron como si esa fuera la intención. En este nuevo milenio en el cual chinos y rusos ya entendieron que alguien tiene que crear riqueza y no es el Estado, en América Latina regresamos al mismo punto de partida. Maduro en Venezuela, Fernández en Argentina, Correa en Ecuador, el gorila de Bolivia, Evo Morales y un Peña apuntando hacia lo mismo, nos señalan una clara tendencia de la región de regresar al punto de partida y como afirmaba José Alfredo Jiménez; “nada te han enseñado los años.” Las reformas se convirtieron en eso; una caricatura de la libertad similar a la obtenida en nuestras independencias.
América Latina, al igual que el Imperio Romano hace 1,600 años, aplica el freno a lo único que algún día la pueda rescatar de su vergonzosa pobreza: la libertad, la responsabilidad individual, una saludable sociedad civil y el sagrado respeto a los derechos de propiedad. Desgraciadamente veo la tendencia irreversible—cuando menos por ahora—y el Continente regresa al punto de origen y fuente de toda su problemática. Por desgracia igual puedo visualizar la pérdida de otro siglo al igual que se perdieron los casi 200 años desde nuestras independencias, en esa urgencia patológica que tenemos los latinoamericanos de acudir al altar político para venerar la creación más inepta y corrupta del hombre; El Estado.
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