Saturday, December 3, 2016

¡Anarquía! Jesús, María y José (I)



“PUESTO QUE YO CONSIDERABA LA “DEFENSA” COMO UNA DE LAS
TAREAS LEGÍTIMAS DEL GOBIERNO, PENSABA QUE LA GUERRA FRÍA ERA UNA NECESIDAD, EL PRECIO POR LA LIBERTAD.”

RICARDO VALENUZELA
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Mi nota de la semana pasada ha tenido una reacción que, si esperada, no deja de sorprenderme. Curiosamente no recibí mensajes no solo exponiendo desacuerdos, sino también los histéricos señalando mí ya clara y desenfrenada locura. Ese silencio me intriga. Recibí algunos que, si bien fueron pocos, provenían de gente de grueso calibre afirmando: "Yo pienso igual pero no sabía esto era anarquía." De hecho, también a mí me sorprende, pues es algo contrario a mis inclinaciones. Leí con profundidad a Joe Sobran para narrar este proceso.
Pero veamos de dónde vengo.




El proceso se inicia durante mi niñez en mi estado de Sonora en los ranchos de mi abuelo, continuaba en el Tec de Monterrey en donde recibía mi educación universitaria. Proseguía cuando mi carrera como banquero me llevara a residir en México DF, Hermosillo, Guadalajara. Después en mi arribo a los EU en donde realmente madurara como pensador liberal. Conocería luego hombres que me inspiraran como Art Laffer, Gordon Tullock, Milton Friedman, Paco Gil Díaz, Pedro Aspe y muchos otros.
Dese muy pequeño adquirí un profundo respeto por la autoridad. Con padres sumamente conservadores, estrictos y educado en colegios católicos, nacía en mí algo que me afectaría durante gran parte de mi vida, un complejo de culpa. Crecí con la idea de que si había algo en lo que podía confiar, era mi gobierno. Sabía que era fuerte y benévolo, aunque yo mismo no entendía mucho acerca de él. La idea de que algunas podrían derrocarlo me llenaba de horror.
Sin embargo, como en todas las familias de clase acomodada, se criticaba con fiereza a esos gobiernos emanados de la revolución. Una revolución que, en realidad había destrozado el país. Como nieto de uno de los más prominentes ganaderos de Sonora, fui testigo de la constante lucha de mi abuelo contra ese adefesio nacido de la revolución, la reforma agraria. No entendía por qué a mi abuelo le arrancaban los frutos de su trabajo que hubiera logrado a base de sudar de sol a sol, no con favores de ese gobierno expropiador, como se hacen las fortunas en el presente.
A medida que crecía, mi patriotismo sufría una transformación y me tomó mucho tiempo darme cuenta de que era opuesto al de muchos mexicanos. Me transformé en un conservador filosófico, con una fuerte inclinación libertaria. Creía en el gobierno, pero tenía que ser un gobierno “limitado” – limitado a unas pocas funciones legítimas, tales como la defensa ante amenazas externas y la policía en casa. Yo aceptaba eso por la influencia de escritores como Ayn Rand o Henry Hazlitt, cuyos libros leía durante mi época en la universidad.
Aunque me desagradaba el ateísmo de Rand, de algún extraño modo revivía mi catolicismo residual. Yo ya había leído a Santo Tomás de Aquino y comprendía sus mantras aristotélicos. Todo ha de tener su propia naturaleza y limitaciones, y eso incluye al estado; la idea de un estado que crece constantemente, sin límites, que demanda cada vez más del ciudadano y, si no recibe, arrebata, me ofendía. Eso sólo podría acabar en tiranía.
También me atrajo poderosamente los escritos de Bill Buckley, un católico confeso que tocaba las mismas notas aristotélicas. Más que cualquier doctrina particular, fue ese sentido aristotélico de los “límites racionales” lo que me convirtió en conservador.
Durante la época de Reagan, gozaba observando la economía de la oferta, la guerra contra las estúpidas regulaciones y sus burocracias, la privatización de programas de bienestar, pero también sentía se evadía el tema principal: el de los principios. No pude darme cuenta de que el movimiento conservador estaba más interesado en victorias republicanas que en principios. Y aunque lo vi no pude comprender lo que eso significaba.
De todos modos, lo último que me pasaba por la mente era convertirme en anarquista.
Inicié agresivas críticas a los gobiernos de México y EEUU por igual.
México en 1917 tiraba al cesto de la basura su constitución liberal de 1857 que, presionado por los liberales puros, el presidente Comonfort se vio obligado a promulgar. Una constitución de una hermosa pureza liberal la cual, al estilo mexicano, nunca se respetó. De esa forma, en el constituyente de Querétaro se promulgaba la de 1917, un documento de corte totalmente socialista estableciendo el reparto agrario, la propiedad privada sujeta al bien común, educación socialista monopolio del estado.
Años después, Echeverría y López Portillo destrozaban la moneda y con ella hipotecaban el país. Este par de apátridas, en medio de sus locuras, se daban a expropiar activos de la sociedad civil como fue el destrozo del Valle del Yaqui y, la joya de la corona, el robo de la banca en 1982. Los orates le apostaban al petróleo pensando que, como en México, su precio jamás se desplomaría por lo que había que prepararnos para manejar la abundancia. En septiembre de 1982, el secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog, se presentaba en Washington para informar de la quiebra del país.  
Descubrí que el estado de bienestar, principalmente el legado del New Deal de Franklin Roosevelt, violaba los principios del gobierno limitado y eventualmente tendría que cancelarse. Pero estaba de acuerdo con otros conservadores en que, por el momento, lo urgente era detener la amenaza global del comunismo. Puesto que yo consideraba la “defensa” como una de las tareas legítimas del gobierno, pensaba que la Guerra Fría era una necesidad, el precio por la libertad. Si en algún momento la amenaza soviética cesaba, podríamos reducir radicalmente el presupuesto militar y volver a la tarea de desmantelar el estado de bienestar.
En algún momento, al final del arco iris, EU retornaría a los principios sobre los que se fundó. El Gobierno Federal sería contraído, portaría unas cuantas leyes serían consciente que, más leyes es solo presagio de más corrupción, los impuestos serían mínimos. Eso era lo que se esperaba.
Durante esos años leía ávidamente literatura conservadora pensando que, siendo yo un converso reciente, debía ponerme al corriente con ese movimiento. Daba por hecho que otros conservadores ya habían leído los mismos libros y los tenían ya incrustados en el corazón. ¡Seguro que todos deseamos lo mismo! Lo fundamental: el conocimiento de que hay límites racionales para el gobierno. El buen Aristóteles.
Poco a poco entendí que las críticas conservadoras de la “interpretación no estricta”, tan común en la jurisprudencia progresista, no eran lo fuertes que deberían ser. Casi todo lo que los progresistas querían que hiciera el Gobierno Federal era inconstitucional. La clave de todo, creía yo, era la Décima Enmienda, que prohíbe al Gobierno Federal hacer nada que no le esté expresamente asignado en la Constitución. Pero la Décima Enmienda se encontraba en estado de coma desde el New Deal, cuando la Corte de Roosevelt prácticamente la suprimió.
En esos momentos moría el "We the people”, y nacía el, "I, the State."

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