“Lilburne: un hombre que desarrolló un temerario concepto de libertad, se plantó firme como su creador, arriesgó su vida, desafió tiranos y logró sembrar esas ideas por el mundo.”
RICARDO VALENZUELA
Después de vivir bajo la dictadura perfecta por casi un siglo, durante los años 80 México empezó a experimentar un renacimiento político. Finalmente surgía una oposición independiente que lograba penetrar la conciencia de los mexicanos, para entender que la condena del país no era permanente y podíamos vivir en libertad.
Estas alentadoras señales emergían del cuartel general de un partido, PAN, que había mantenido sus acciones opositoras desde la fundación del opresor, PRI. El movimiento tomaba fuerza en el norte liderado por un aguerrido sinaloense, Manuel Clouthier, el Maquío. Rápidamente se extendía por otros estados para llegarse a conocer como “Los Barbaros del Norte”.
Durante los siguientes años el Maquío cimbraba la conciencia nacional, al mismo tiempo que el gobierno lo expropiaba, lo agredía, lo acosaba, en ocasiones físicamente lo atacara, hasta que, en octubre de 1989, perdiera la vida en un misterioso accidente que continúa bajo la sospecha nacional.
Hace unos días, leyendo documentos sobre la vida de John Lilburne, uno de los liberales más grandes de la historia, me hizo regresar al pasado y recordar al Maquío, por las similitudes que identifico entre estos dos hombres. Ambos portadores de un valor indomable, tenacidad y un infatigable espíritu de lucha defendiendo sus ideales, a pesar de las desventajas al enfrentarse contra todo y contra todos.
John Lilburne nació en Greenwich, Inglaterra, en 1614, para entregar su vida a la lucha por la libertad. En 1625, Charles I decretaba ilegal publicar o importar libros sin la autorización del Obispo de Londres. El joven Lilburne, de inmediato entablaba amistad con infinidad de impresores clandestinos. Para fortalecer su rebeldía visitaba al Dr. John Bastwick, preso por criticar la iglesia de Inglaterra, en donde, como parte de su castigo, le cercenaran las orejas. A través de Bastwick lograba conocer a William Prynne, un abogado presbiteriano encarcelado también por sus ataques a la Iglesia estatal. A él, igualmente le cercenarían las orejas y le marcarían las mejillas, al estilo herradero, con las iniciales de la sedición.
Ante las condiciones opresivas de Inglaterra, Lilburne se trasladaba a Holanda donde la prensa era libre. Desde ahí iniciaba sus ataques contra la opresión, el rey, el gobierno y la Iglesia del estado. Pero, a su regreso a Inglaterra, su anonimato era descubierto siendo arrestado y presentado ante una corte. Fue condenado a ser cabresteado del cuello por una carreta, y transitar mientras recibía azotes en la espalda. Era luego atado a un pilar en donde, aún tinto en sangre, continuaba sus ataques contra todo el establecimiento. Sería luego encarcelado en donde iniciaba sus proclamaciones libertarias.
La lucha entre el Rey y el parlamento se intensificaba y Lilburne, ya libre, se sumaba a las filas del parlamento liberal. Por sus protestas en forma de elegantes proclamaciones, en 1642 de nuevo era enviado prisionero al castillo de Oxford. Ante su rechazo a la oferta de indulto, condicionada a “reconocer sus pecados,” fue sentenciado a muerte. Por gestiones de su esposa fue perdonado y liberado. Abandonaba luego las filas del parlamento cuando el líder, Oliver Cromwell, ordenó la supresión religiosa para imponer la Scottish National Covenant, como única y obligatoria.
Meses después, de nuevo era enviado a prisión por criticar al líder del parlamento, y apasionadamente exponer sus ideas libertarias. Denunciaba el monopolio estatal de religión, atacaba los monopolios gubernamentales y feudales, hablaba de libre comercio, mercados libres, libertad de prensa, estado de derecho, igualdad ante la ley. Afirmaba que la permanencia indefinida de los miembros del parlamento, promovía que se hundirían en la furiosa ola de corrupción. Urgía a la gente para, mediante acciones constitucionales, atacar los problemas del país y si el esfuerzo fallaba, el pueblo tenía derecho a la rebelión.
En 1646, era llamado a comparecer ante el parlamento para interrogarlo acerca de la autoría de las últimas publicaciones rebeldes. Después de un procedimiento mal intencionado, de nuevo era enviado a prisión donde le daría vida a dos de sus más provocativas obras; “La libertad del hombre libre vindicada” y “La justificación del hombre justo”.
Fue liberado antes de cumplir su condena y, de inmediato, se dio a la tarea de organizar el primer partido político, los Levellers. Visitaba todos los rincones del país informando a la gente de sus libertades y privilegios. El parlamento nervioso con la penetración de este hombre en la conciencia nacional, en 1648 de nuevo aparecía en corte acusado de sedición y traición, para, una vez más, enviarlo a prisión. Las ideas de Lilburne le habían dado vida a la obra: “Acuerdo de la gente; Una paz presente y firme, sobre los fundamentos de los derechos Comunes”. Considerada la inspiración de las constituciones modernas, como la de Estados Unidos y otros países prósperos.
Después de que Lilburne, actuando como su propio abogado, ganara un juicio y fuera declarado inocente, en diciembre de 1651 el parlamento lo expulsaba de Inglaterra, con la advertencia de ser ejecutado si regresaba. Pero en 1653 cruzaba el canal inglés en su arrendada, para ser arrestado y de nuevo enviado a prisión. Le perdonaron la vida y quedaba recluido en la Torre de Londres. Ahí escribiría su obra, “Argumentación en la Ley”.
En agosto de 1657, disfrutando de un permiso de sus eternos carceleros, llegaba a Eltham a pasar unas semanas con su esposa, pero el fragor de la lucha se reflejaba ya en el rostro de quien, siendo un hombre de solo 42 años de edad, de los cuales la mitad había pasado en prisión, portaba una presencia casi sepulcral. Varios días después fallecía en los brazos de su amada Elizabeth. Minutos antes de expirar había afirmado: “Debo dejar este testimonio, muero por las leyes justas y las libertades de esta nación”.
En 1679, a más de 20 años de la muerte de Lilburne, un grupo de levellers se rebeló contra la tiranía de Charles II. Ante la represión del estado, algunos pudieron escapar pero otros fueron hechos prisioneros y condenados a muerte. Uno de ellos, Richard Rumblod, frente al cadalso pronunciaba lo siguiente: “Yo sé que Dios no creó un hombre superior a otro. Porque ninguno viene a este mundo con la montura sobre su espalda, y tampoco ninguno llega calzando botas y espuelas para montarlo”. Esas mismas palabras escribiría Jefferson en una de sus últimas cartas en 1826.
Lilburne fue un hombre que se adelantó a sus tiempos, fue el primer libertario de la historia. En la trastienda de las libertades civiles que hoy gozamos, como centinela se planta John Lilburne, un hombre que desarrolló un temerario concepto de libertad, se plantó firme como su creador, arriesgó su vida, desafió tiranos y logró sembrar esas ideas por el mundo.
Después de vivir bajo la dictadura perfecta por casi un siglo, durante los años 80 México empezó a experimentar un renacimiento político. Finalmente surgía una oposición independiente que lograba penetrar la conciencia de los mexicanos, para entender que la condena del país no era permanente y podíamos vivir en libertad.
Estas alentadoras señales emergían del cuartel general de un partido, PAN, que había mantenido sus acciones opositoras desde la fundación del opresor, PRI. El movimiento tomaba fuerza en el norte liderado por un aguerrido sinaloense, Manuel Clouthier, el Maquío. Rápidamente se extendía por otros estados para llegarse a conocer como “Los Barbaros del Norte”.
Durante los siguientes años el Maquío cimbraba la conciencia nacional, al mismo tiempo que el gobierno lo expropiaba, lo agredía, lo acosaba, en ocasiones físicamente lo atacara, hasta que, en octubre de 1989, perdiera la vida en un misterioso accidente que continúa bajo la sospecha nacional.
Hace unos días, leyendo documentos sobre la vida de John Lilburne, uno de los liberales más grandes de la historia, me hizo regresar al pasado y recordar al Maquío, por las similitudes que identifico entre estos dos hombres. Ambos portadores de un valor indomable, tenacidad y un infatigable espíritu de lucha defendiendo sus ideales, a pesar de las desventajas al enfrentarse contra todo y contra todos.
John Lilburne nació en Greenwich, Inglaterra, en 1614, para entregar su vida a la lucha por la libertad. En 1625, Charles I decretaba ilegal publicar o importar libros sin la autorización del Obispo de Londres. El joven Lilburne, de inmediato entablaba amistad con infinidad de impresores clandestinos. Para fortalecer su rebeldía visitaba al Dr. John Bastwick, preso por criticar la iglesia de Inglaterra, en donde, como parte de su castigo, le cercenaran las orejas. A través de Bastwick lograba conocer a William Prynne, un abogado presbiteriano encarcelado también por sus ataques a la Iglesia estatal. A él, igualmente le cercenarían las orejas y le marcarían las mejillas, al estilo herradero, con las iniciales de la sedición.
Ante las condiciones opresivas de Inglaterra, Lilburne se trasladaba a Holanda donde la prensa era libre. Desde ahí iniciaba sus ataques contra la opresión, el rey, el gobierno y la Iglesia del estado. Pero, a su regreso a Inglaterra, su anonimato era descubierto siendo arrestado y presentado ante una corte. Fue condenado a ser cabresteado del cuello por una carreta, y transitar mientras recibía azotes en la espalda. Era luego atado a un pilar en donde, aún tinto en sangre, continuaba sus ataques contra todo el establecimiento. Sería luego encarcelado en donde iniciaba sus proclamaciones libertarias.
La lucha entre el Rey y el parlamento se intensificaba y Lilburne, ya libre, se sumaba a las filas del parlamento liberal. Por sus protestas en forma de elegantes proclamaciones, en 1642 de nuevo era enviado prisionero al castillo de Oxford. Ante su rechazo a la oferta de indulto, condicionada a “reconocer sus pecados,” fue sentenciado a muerte. Por gestiones de su esposa fue perdonado y liberado. Abandonaba luego las filas del parlamento cuando el líder, Oliver Cromwell, ordenó la supresión religiosa para imponer la Scottish National Covenant, como única y obligatoria.
Meses después, de nuevo era enviado a prisión por criticar al líder del parlamento, y apasionadamente exponer sus ideas libertarias. Denunciaba el monopolio estatal de religión, atacaba los monopolios gubernamentales y feudales, hablaba de libre comercio, mercados libres, libertad de prensa, estado de derecho, igualdad ante la ley. Afirmaba que la permanencia indefinida de los miembros del parlamento, promovía que se hundirían en la furiosa ola de corrupción. Urgía a la gente para, mediante acciones constitucionales, atacar los problemas del país y si el esfuerzo fallaba, el pueblo tenía derecho a la rebelión.
En 1646, era llamado a comparecer ante el parlamento para interrogarlo acerca de la autoría de las últimas publicaciones rebeldes. Después de un procedimiento mal intencionado, de nuevo era enviado a prisión donde le daría vida a dos de sus más provocativas obras; “La libertad del hombre libre vindicada” y “La justificación del hombre justo”.
Fue liberado antes de cumplir su condena y, de inmediato, se dio a la tarea de organizar el primer partido político, los Levellers. Visitaba todos los rincones del país informando a la gente de sus libertades y privilegios. El parlamento nervioso con la penetración de este hombre en la conciencia nacional, en 1648 de nuevo aparecía en corte acusado de sedición y traición, para, una vez más, enviarlo a prisión. Las ideas de Lilburne le habían dado vida a la obra: “Acuerdo de la gente; Una paz presente y firme, sobre los fundamentos de los derechos Comunes”. Considerada la inspiración de las constituciones modernas, como la de Estados Unidos y otros países prósperos.
Después de que Lilburne, actuando como su propio abogado, ganara un juicio y fuera declarado inocente, en diciembre de 1651 el parlamento lo expulsaba de Inglaterra, con la advertencia de ser ejecutado si regresaba. Pero en 1653 cruzaba el canal inglés en su arrendada, para ser arrestado y de nuevo enviado a prisión. Le perdonaron la vida y quedaba recluido en la Torre de Londres. Ahí escribiría su obra, “Argumentación en la Ley”.
En agosto de 1657, disfrutando de un permiso de sus eternos carceleros, llegaba a Eltham a pasar unas semanas con su esposa, pero el fragor de la lucha se reflejaba ya en el rostro de quien, siendo un hombre de solo 42 años de edad, de los cuales la mitad había pasado en prisión, portaba una presencia casi sepulcral. Varios días después fallecía en los brazos de su amada Elizabeth. Minutos antes de expirar había afirmado: “Debo dejar este testimonio, muero por las leyes justas y las libertades de esta nación”.
En 1679, a más de 20 años de la muerte de Lilburne, un grupo de levellers se rebeló contra la tiranía de Charles II. Ante la represión del estado, algunos pudieron escapar pero otros fueron hechos prisioneros y condenados a muerte. Uno de ellos, Richard Rumblod, frente al cadalso pronunciaba lo siguiente: “Yo sé que Dios no creó un hombre superior a otro. Porque ninguno viene a este mundo con la montura sobre su espalda, y tampoco ninguno llega calzando botas y espuelas para montarlo”. Esas mismas palabras escribiría Jefferson en una de sus últimas cartas en 1826.
Lilburne fue un hombre que se adelantó a sus tiempos, fue el primer libertario de la historia. En la trastienda de las libertades civiles que hoy gozamos, como centinela se planta John Lilburne, un hombre que desarrolló un temerario concepto de libertad, se plantó firme como su creador, arriesgó su vida, desafió tiranos y logró sembrar esas ideas por el mundo.
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